Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
El hermano menor.
Mario Vargas Llosa.
El hermano menor.
Al lado del camino había una enorme piedra y, en ella, un sapo; David le
apuntaba cuidadosamente.
-No dispares -dijo Juan.
David bajó el arma y miró a su hermano, sorprendido.
-Puede oír los tiros -dijo Juan.
-¿Estás loco? Faltan cincuenta kilómetros para la cascada.
-A lo mejor no está en la cascada -insistió Juan-, sino en las grutas.
-No -dijo David-. Además, aunque estuviera, no pensará nunca que somos
nosotros.
El sapo continuaba allí, respirando calmadamente con su inmensa bocaza
abierta, y, detrás de sus lagañas, observaba a David con cierto aire
malsano. David volvió a levantar el revólver, apuntó con lentitud y
disparó.
-No le diste -dijo Juan
-Sí le di.
Se acercaron a la piedra. Una manchita verde delataba el lugar donde
había estado el sapo.
-¿No le di?
-Sí -dijo Juan-, sí le diste.
Caminaron hacía los caballos. Soplaba el mismo viento frío y punzante
que los había escoltado durante el trayecto, pero el paisaje comenzaba a
cambiar, el sol se hundía tras los cerros, al pie de una montaña una
imprecisa sombra disimulaba los sembríos, las nubes enroscadas en las
cumbres más próximas habían adquirido el color gris oscuro de las rocas.
David echó sobre sus hombros la manta que había extendido en la tierra
para descansar y luego, maquínalmente, reemplazó en su revólver la bala
disparada. A hurtadillas, Juan observó las manos de David cuando
cargaban el arma y la arrojaban a su funda; sus dedos no parecían
obedecer a una voluntad, sino actuar solos.
-¿Seguimos? -dijo David.
Juan asíntió.
El camino era una angosta cuesta y los animales trepaban con
difi-cultad, resbalando constantemente en las piedras, húmedas aún por
las lluvias de los últimos días. Los hermanos iban silenciosos. Una
delicada e invisible garúa les salió al encuentro a poco de partir, pero
cesó pronto. Oscurecía cuando avistaron las grutas, el cerro chato y
estirado como una lombriz que todos conocen con el nombre de Cerro de
los Ojos.
-¿Quieres que veamos si está ahí? –preguntó Juan.
-No vale la pena. Estoy seguro que no se ha movido de la cascada. El
sabe que por aquí podrían verlo, siempre pasa alguien por el camino.
-Como quieras -dijo Juan.
Y un momento después preguntó:
-¿Y si hubiera mentido el tipo ese?
-¿Quién?
-El que nos dijo que lo vio.
-¿Leandro? No, no se atrevería a mentirme a mí. Dijo que está
es-condido en la cascada y es seguro que ahí está. Ya verás.
Continuaron avanzando hasta entrada la noche. Una sábana negra los
envolvió y, en la oscuridad, el desamparo de esa solitaria región sin
árboles ni hombres era visible sólo en el silencio que se fue acentuando
hasta convertirse en una presencia semicorpórea. Juan, inclinado sobre
el pescuezo de su cabalgadura, procuraba distinguir la incierta huella
del sendero. Supo que habían alcanzado la cumbre cuando,
inesperadamente, se hallaron en terreno plano. David indicó que debían
continuar a pie. Desmontaron, amarraron-los animales a unas rocas. El
hermano mayor tiró de las crines de su caballo, lo palmeó varias veces
en el lomo y murmuró a su oído:
-Ojalá no te encuentre helado, mañana.
-¿Vamos a bajar ahora? -preguntó Juan.
-Sí -repuso David-. ¿No tienes frío? Es preferible esperar el día en el
desfiladero. Allá descansaremos. ¿Te da miedo bajar a oscuras?
-No. Bajemos, si quieres.
Iniciaron el descenso de inmediato. David iba adelante, llevaba una
pequeña linterna y la columna de luz oscilaba entre sus pies y los de
Juan, el círculo dorado se detenía un instante en el sitio que debía
pisar el hermano menor. A los pocos minutos, Juan transpiraba
abundantemente y las rocas ásperas de la ladera habían llenado sus manos
de rasguños. Sólo veía el disco iluminado frente a él, pero sentía la
respiración de su hermano y adivinaba sus movimientos: debía avanzar
sobre el resbaladizo declive muy seguro de sí mismo, sortear los
obstáculos sin dificultad. El, en cambio, antes de cada paso, tanteaba
la solidez del terreno y buscaba un apoyo al que asírse; aun así, en
varias ocasíones estuvo a punto de caer. Cuando llegaron a la sima, Juan
pensó que el descenso tal vez había demorado varias horas. Estaba
exhausto y, ahora, oía muy cerca el ruido de la cascada. Esta era una
grande y majestuosa cortina de agua que se precipitaba desde lo alto,
retumbando como los truenos, sobre una laguna que alimentaba un
riachuelo. Alrededor de la laguna había musgo y hierbas todo el año y
esa era la única vegetación en veinte kilómetros a la redonda.
-Aquí podemos descansar -dijo David.
Se sentaron uno junto al otro. La noche estaba fría, el aire húmedo, el
cielo cubierto. Juan encendió un cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero
sin sueño. Sintió a su hermano estirarse y bostezar; poco después dejaba
de moverse, su respiración era m s suave y metódica, de cuando en cuando
emitía una especie de murmullo. A su vez, Juan trató de dormir. Acomodó
su cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e intentó despejar su
cerebro, sin conseguirlo. Encendió otro cigarrillo. Cuando había llegado
a la hacienda, tres meses atrás, hacía dos años que no veía a sus
hermanos. David era el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño,
pero Leonor había cambiado, ya no era aquella criatura que se asomaba a
las ventanas de La Mugre para arrojar piedras a los indios castigados,
sino una mujer alta, de gestos primitivos, y su belleza tenía, como la
naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En sus ojos había aparecido
un intenso fulgor. Juan sentía un mareo que empañaba sus ojos, un vacío
en el estómago, cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban al
recuerdo de su hermana, y como arcadas de furor. En la madrugada de ese
día, sin embargo, cuando vio a Camilo cruzar el descampado que separaba
la casa-hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había vacilado.
-Salgamos sin hacer ruido -había dicho David-. No conviene que la
pequeña se despierte.
Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de
la cordillera, mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la
casa-hacienda y en el abandonado camino que flanqueaba los sembríos;
casí no sentía la maraña zumbona de mosquitos que se arrojaban
atrozmente sobre él, y herían, en todos los lugares descubiertos, su
piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la montaña, el ahogo
desapareció. No era un buen jinete y el precipicio, desplegado como una
tentación terrible al borde del sendero que parecía una delgada
serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada
paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vértigo que
creía inminente.
¡Mira!
Juan se estremeció.
-Me has asustado -dijo-. Creía que dormías.
¡Cállate! Mira.
-¿Qué?
-Allá. Mira.
A ras de tierra, allí donde parecía nacer el estruendo de la cascada,
había una lucecita titilante.
-Es una fogata -dijo David-. Juro que es él. Vamos.
-Esperemos que amanezca –susurró Juan: de golpe su garganta se había
secado y le ardía-. Si se echa a correr, no lo vamos a alcanzar nunca en
estas tinieblas.
-No puede oírnos con el ruido salvaje del agua -respondió David, con voz
firme, tomando a su hermano del brazo-. Vamos.
Muy despacio, el cuerpo inclinado como para saltar, David comenzó a
deslizarse pegado al cerro. Juan iba a su lado, tropezando, los ojos
clavados en la luz que se empequeñecía y agrandaba como si alguien
estuviese abanicando la llama. A medida que los hermanos se acercaban,
el resplandor de la fogata les iban descubríendo el terreno inmediato,
pedruscos, matorrales, el borde de la laguna, pero no una forma humana.
Juan estaba seguro ahora, sin embargo, que aquel que perseguían estaba
allí, hundido en esas sombras, en un lugar muy próximo a la luz.
-Es él -dijo David-. ¿Ves?
Un instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil
oscuro y huidizo que buscaba calor.
-¿Qué hacemos? -murmuró Juan, deteniéndose. Pero David no estaba ya a
su lado, corría hacía el lugar donde había surgido ese rostro fugaz.
Juan cerró los ojos, imaginó al indio en cuclillas, sus manos alargadas
hacía el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la hoguera:
de pronto algo le caía encima y ‚l atinaba a pensar en un animal, cuando
sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió
sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de
la sombra, seguro que ni siquiera intentó defenderse, a lo más se
encogería como un caracol para hacer menos vulnerable su cuerpo y
abriría mucho los ojos, esforzándose por ver en las tinieblas al
asaltante. Entonces, reconocería su voz: "¿qué has hecho, canalla? ",
"¿qué has hecho, perro? ". Juan oía a David y se daba cuenta que lo
estaba pateando, a veces sus puntapies parecían estrellarse no contra el
indio sino en las piedras de la ribera; eso debía encolerizarlo más. Al
principio, hasta Juan llegaba un gruñido lento, como si el indio hiciera
gárgaras, pero después sólo oyó la voz enfurecida de David, sus
amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano derecha el
revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó
que si disparaba podía matar también a su hermano, pero no guardó el
arma y, al contrario, mientras avanzaba hacía la fogata, sintió una gran
serenidad.
¡Basta, David! -gritó-. Tírale un balazo. Ya no le pegues.
No hubo respuesta. Ahora Juan no los veía, el indio y su hermano,
abrazados, habían rodado fuera del anillo iluminado por la hoguera. No
los veía, pero escuchaba el ruido seco de los golpes y, a ratos, una
injuria o un hondo resuello.
-David -gritó Juan-, sal de ahí. Voy a disparar.
Presa de intensa agitación, segundos después repitió.
-Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar.
Tampoco hubo respuesta.
Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupe-facto,
pero de inmediato continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la
vibración metálica del percutor al golpear la cacerina vacía. Permaneció
inmóvil, no sintió que el revólver se desprendía de sus manos y caía a
sus pies. El ruido
de la cascada había desaparecido, un temblor recorría todo su cuer-po,
su piel estaba bañada de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó:
¡David!
-Aquí estoy, animal -contestó a su lado, una voz asustada y colérica-.
¿Te das cuenta que has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco?
Juan giró sobre sus talones, las manos extendidas y abrazó a su hermano.
Pegado a él, balbuceaba cosas incomprensibles, gemía y no parecía
entender las palabras de David, que trataba de calmarlo. Juan estuvó un
rato largo repitiendo incoherencias, sollozando. Cuando se calmó,
recordó al indio:
-¿Y ese, David?
-¿Ese? -David había recobrado su aplomo, hablaba con voz firme-. ¿Cómo
crees que está?
La hoguera continuaba encendida, pero alumbraba muy débilmente. Juan
cogió el leño más grande y buscó al indio. Cuando lo encontró, estuvo
observando un momento con ojos fascinados y luego el leño cayó a tierra
y se apagó.
-¿Has visto, David?
-Sí, he visto. Vámonos de aquí.
Juan estaba rígido y sordo, como en un sueño sintió que David lo
arrastraba hacía el cerro. La subida les tomó mucho tiempo. David
sostenía con una mano la linterna y con la otra a Juan, que parecía de
trapo: resbalaba aún en las piedras más firmes y se escurría hasta el
suelo, sin reaccionar. En la cima se desplomaron, agotados. Juan hundió
la cabeza en sus brazos y permaneció tendido, respirando a grandes
bocanadas. Cuando se incorporó, vio a su hermano, que lo examinaba a la
luz de la linterna.
-Te has herido -dijo David-. Voy a vendarte.
Rasgó en dos su pañuelo y con cada uno de los retazos vendó las rodillas
de Juan, que asomaban a través de los desgarrones del pantalón, bañadas
en sangre.
-Esto es provisional -dijo David-. Regresemos de una vez. Puede
infectarse. No estás acostumbrado a trepar cerros. Leonor te curará.
Los caballos tiritaban y sus hocicos estaban cubiertos de espuma
azulada. David los limpió con su mano, los acarició en el lomo y en las
ancas, chasqueó tiernamente la lengua junto a sus orejas. "Ya vamos a
entrar en calor", les susurró.
Cuando montaron, amanecía. Una claridad débil abarcaba el contorno de
los cerros y una laca blanca se extendía por el entrecortado horizonte,
pero los abismos continuaban sumidos en la oscuridad. Antes de partir,
David tomó un largo trago de su cantimplora y la alcanzó a Juan, que no
quiso beber. Cabalgaron toda la mañana por un paisaje hostil, dejando a
los animales imprimir a su capricho el ritmo de la marcha. Al mediodía,
se detuvieron y prepararon café. David comió algo del queso y las habas
que Camilo había colocado en las alforjas. Al anochecer avistaron dos
maderos que formaban un aspa. Colgaba de ellos una tabla donde se leía:
La Aurora. Los caballos relincharon: reconocían la señal que marcaba el
límite de la hacienda.
-Vaya -dijo David-. Ya era hora. Estoy rendido. ¿Cómo van esas rodillas?
Juan no contestó.
-¿Te duelen? -insistió David.
-Mañana me largo a Lima -dijo Juan.
-¿Qué cosa?
-No volveré a la hacienda. Estoy harto de la sierra. Viviré siempre en
la ciudad. No quiero saber nada con el campo.
Juan miraba al frente, eludía los ojos de David que lo buscaban.
-Ahora estás nervioso -dijo David-. Es natural. Ya hablaremos des-pués.
-No -dijo Juan-. Hablaremos ahora.
-Bueno -dijo David, suavemente-. ¿Qué te pasa?
Juan se volvió hacía su hermano, tenía el rostro demacrado, la voz hosca.
-¿Qué me pasa? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Te has olvidado del
tipo de la cascada? Si me quedo en la hacienda voy a terminar creyendo
que es normal hacer cosas así.
Iba a agregar "como tú", pero no se atrevió.
-Era un perro infecto -dijo David-. Tus escrúpulos son absurdos. ¿Acaso
te has olvidado lo que le hizo a tu hermana?
El caballo de Juan se plantó en ese momento y comenzó a corcovear y
alzarse sobre las patas traseras.
-Se va a desbocar, David -dijo Juan.
-Suéltale las ríendas. Lo estás ahogando.
Juan aflojó las ríendas y el animal se calmó.
-No me has respondido -dijo David-. ¿Te has olvidado por qué fuimos a
buscarlo?
-No -contestó Juan-. No me he olvidado.
Dos horas después llegaban a la cabaña de Camilo, construida sobre un
promontorio, entre la casa-hacienda y las cuadras. Antes que los
hermanos se detuvieran, la puerta de la cabaña se abrió y en el umbral
apareció Camilo. El sombrero de paja en la mano, la cabeza
respetuosamente inclinada, avanzó hacía ellos y se paró entre los dos
caballos, cuyas ríendas sujetó.
-¿Todo bien? -dijo David.
Camilo movió la cabeza negativamente.
-La niña Leonor. . .
-¿Que le ha pasado a Leonor? -lo interrumpió Juan, incorporándose en los
estribos.
En su lenguaje pausado y confuso, Camilo explicó que la niña Leonor,
desde la ventana de su cuarto, había visto partir a los hermanos en la
madrugada y que, cuando ellos se hallaban apenas a unos mil metros de la
casa, había aparecido en el descampado, con botas y pantalón de montar,
ordenando a gritos que le prepararan su caballo. Camilo, siguiendo las
instrucciones de David, se negó a obedecerla. Ella misma, entonces,
entró decididamente a las cuadras y, como un hombre, alzó con sus brazos
la montura, las mantas y los aperos sobre el Colorado, el más pequeño y
nervioso animal de La Aurora que era su preferido.
Cuando se disponía a montar, las sirvientas de la casa y el propio
Camilo la habían sujetado; durante mucho rato soportaron los insultos y
los golpes de la niña, que, exasperada, se debatía y suplicaba y exigía
que la dejaran marchar tras sus hermanos.
¡Ah, me las pagará! -dijo David-. Fue Jacinta, estoy seguro. Nos oyó
hablar esa noche con Leandro, cuando servía la mesa. Ella ha sido.
La niña había quedado muy impresionada, continuó Camilo. Luego de
injuriar y arañar a las criadas y a él mismo, comenzó a llorar a grandes
voces, y regresó a la casa. Allí permanecía, desde entonces, encerrada
en su cuarto.
Los hermanos abandonaron los caballos a Camilo y se dirigieron a la casa.
-Leonor no debe saber una palabra -dijo Juan.
-Claro que no -dijo David-. Ni una palabra.
Leonor supo que habían llegado por el ladrido de los perros. Estaba
semidormida cuando un ronco gruñido cortó la noche y bajo su ventana
pasó, como una exhalación, un animal acezante. Era Spoky, advirtió su
carrera frenética y sus inconfundibles aullidos. En seguida escuchó el
trote perezoso y el sordo rugido de Domitila, la perrita preñada. La
agresividad de los perros terminó bruscamente, a los ladridos sucedió el
jadeo afanoso con que recibían siempre a David. Por una rendija vio a
sus hermanos acercarse a la casa y oyó el ruido de la puerta principal
que se abría y cerraba. Esperó que subieran la escalera y llegaran a su
cuarto. Cuando abrió, Juan estiraba la mano para tocar.
-Hola, pequeña -dijo David.
Dejó que la abrazaran y les alcanzó la frente, pero ella no los besó.
Juan encendió la lámpara.
-¿Por qué no me avisaron? Han debido decirme. Yo quería alcanzarlos,
pero Camilo no me dejó. Tienes que castigarlo, David, si vieras cómo me
agarraba, es un insolente y un bruto. Yo le rogaba que me soltara y él
no me hacía caso.
Había comenzado a hablar con energía, pero su voz se quebró. Tenía los
cabellos revueltos y estaba descalza. David y Juan trataban de calmarla,
le acariciaban los cabellos, le sonreían, la llamaban pequeñita.
-No queríamos inquietarte -explicaba David-. Además, decidimos partir a
última hora. Tú dormías ya.
-¿Qué ha pasado? -dijo Leonor.
Juan cogió una manta del lecho y con ella cubrió a su hermana. Leonor
había dejado de llorar. Estaba pálida, tenía la boca entreabierta y su
mirada era ansiosa.
-Nada -dijo David-. No ha pasado nada. No lo encontramos.
La tensión desapareció del rostro de Leonor, en sus labios hubo una
expresión de alivio.
-Pero lo encontraremos -dijo David. Con un gesto vago indicó a Leonor
que debía acostarse. Luego dio media vuelta.
-Un momento, no se vayan -dijo Leonor.
Juan no se había movido.
-¿Sí? -dijo David-. ¿Qué pasa, chiquita?
-No lo busquen mas a ese.
-No te preocupes -dijo David-, olvídate de eso. Es un asunto de
hombres. Déjanos a nosotros.
Entonces Leonor rompió a llorar nuevamente, esta vez con grandes
aspavientos. Se llevaba las manos a la cabeza, todo su cuerpo parecía
electrizado, y sus gritos alarmaron a los perros, que comenzaron a
ladrar al pie de la ventana. David le indicó a Juan con un gesto que
interviniera, pero el hermano menor permaneció silencioso e inmóvil.
-Bueno, chiquita -dijo David-. No llores. No lo buscaremos.
-Mentira. Lo vas a matar. Yo te conozco.
-No lo haré -dijo David-. Si crees que ese miserable no merece un
castigo. . .
-No me hizo nada -dijo Leonor, muy rápido, mordiéndose los labios.
-No pienses más en eso -insistió David-. Nos olvidaremos de él.
Tranquilízate, pequeña.
Leonor seguía llorando, sus mejillas y sus labios estaban mojados y la
manta había rodado al suelo.
-No me hizo nada -repitió-. Era mentira.
-¿Sabes lo que dices? -dice David.
-Yo no podía soportar que me siguiera a todas partes -balbuceaba
Leonor-. Estaba tras de mí todo el día, como una sombra.
-Yo tengo la culpa -dijo David, con amargura-. Es peligroso que una
mujer ande suelta por el campo. Le ordené que te cuidara. No debí fiarme
de un indio. Todos son iguales.
-No me hizo nada, David -clamó Leonor-. Créeme, te estoy diciendo la
verdad. Pregúntale a Camilo, él sabe que no pasó nada. Por eso lo ayudó
a escaparse. ¿No sabías eso? Sí, él fue. Yo se lo dije. Sólo quería
librarme de él, por eso inventé esa historia. Camilo sabe todo, pregúntale.
Leonor se secó las mejillas con el dorso de la mano. Levantó la manta y
la echó sobre sus hombros. Parecía haberse librado de una pesadilla.
-Mañana hablaremos de eso -dijo David-. Ahora estamos cansados. Hay que
dormir.
-No -dijo Juan.
Leonor descubrió a su hermano muy cerca de ella: había olvidado que Juan
también se hallaba allí. Tenía la frente llena de arrugas, las aletas de
su nariz palpitaban como el hociquito de Spoky.
-Vas a repetir ahora mismo lo que has dicho -le decía Juan, de un modo
extraño-. Vas a repetir cómo nos mentiste.
-Juan -dijo David-. Supongo que no vas a creerle. Ahora es que trata de
engañarnos.
-He dicho la verdad -rugió Leonor; miraba alternativamente a los
hermanos-. Ese día le ordené que me dejara sola y no quiso. Fui hasta el
río y él detrás de mí. Ni siquiera podía bañarme tranquila. Se quedaba
parado, mirándome torcido, como los animales. Entonces vine y les conté
eso.
-Espera, Juan -dijo David-. ¿Dónde vas? Espera.
Juan había dado media vuelta y se dirigía hacía la puerta; cuando David
trató de detenerlo, estalló. Como un endemoniado comenzó a proferir
improperios: trató de puta a su hermana y a su hermano de canalla y de
déspota, dio un violento empujón a David que quería cerrarle el paso, y
abandonó la casa a saltos, dejando un reguero de injurias. Desde la
ventana, Leonor y David lo vieron atravesar el descampado a toda
carrera, vociferando como un loco, y lo vieron entrar a las cuadras y
salir poco después montando a pelo el Colorado. El mañoso caballo de
Leonor siguió dócilmente la dirección que le indicaban los inexpertos
puños que tenían sus ríendas; caracoleando con elegancia, cambiando de
paso y agitando las crines rubias de la cola como un abanico, llegó
hasta el borde del camino que conducía, entre montañas, desfiladeros y
extensos arenales, a la ciudad. Allí se rebeló. Se irguió de golpe en
las patas traseras relinchando, giró como una bailarina y regresó al
descampado, velozmente.
-Lo va a tirar -dijo Leonor.
-No -dijo David, a su lado-. Fíjate. Se sostiene.
Muchos indios habían salido a las puertas de las cuadras y
contem-plaban, asombrados, al hermano menor que se mantenía
increíble-mente seguro sobre el caballo y a la vez taconeaba con
ferocidad sus ijares y le golpeaba la cabeza con uno de sus puños.
Exasperado por los golpes, el Colorado iba de un lado a otro,
encabritado, brincaba, emprendía vertiginosas y brevísimas carreras y se
plantaba de golpe, pero el jinete parecía soldado a su lomo. Leonor y
David lo veían aparecer y desaparecer, firme como el más avezado de los
domadores, y estaban mudos, pasmados. De pronto, el Colorado se rindió:
su esbelta cabeza colgando hacía el suelo, como avergonzado, se quedó
quieto, respirando fatigosamente. En ese momento creyeron que regresaba;
Juan dirigió el animal hacía la casa y se detuvo ante la puerta, pero no
desmontó. Como si recordara algo, dio media vuelta y a trote corto
marchó derechamente hacía esa construcción que llamaban La Mugre. Allí
bajó de un brinco. La puerta estaba cerraba yJuan hizo volar el candado
a puntapiés. Luego indicó a gritos a los indios que estaban adentro, que
salieran, que había terminado el castigo para todos. Después volvió a la
casa, caminando lentamente. En la puerta lo esperaba David. Juan parecía
sereno; estaba empapado de sudor y sus ojos mostraban orgullo. David se
aproximó a él y lo llevó al interior tomado del hombro.
-Vamos -le decía-. Tomaremos un trago mientras Leonor te cura las rodillas.
El hermano menor.
Mario Vargas Llosa.